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El principio de todo


En la vida a veces tienes la suerte de encontrarte con personas especiales, capaces de dejar una impronta única e imborrable en tu camino. Para mí, una de esas personas es, sin ninguna duda, mi profesora de Lengua y Literatura. Tenía catorce años y cursaba primero de bachillerato cuando, a mitad de curso, aterrizó en clase una joven recién licenciada en filología, que sustituía a la profesora titular. Ella fue la encargada de animarnos a presentar relatos para un concurso de literatura que se organizaba en el colegio. Por aquel entonces, yo era una niña tímida e introvertida a la que le encantaba el deporte, en concreto el fútbol, y compartía campo de juego con mis compañeros de clase, en su inmensa mayoría varones porque, en aquella época, las chicas que competíamos con ellos en igualdad éramos poco más que unos bichos raros para el resto. Probé fortuna y me animé a presentar un relato y, para mi sorpresa, gustó tanto que se alzó con uno de los premios: un lote de libros y un diploma de reconocimiento.


Aquello constituyó un punto de inflexión al ser capaz de abrirme de par en par la ventana de la literatura, a la que me llevo asomando desde entonces. La niña, apocada y retraída, escondía una creatividad insatisfecha que solo conseguía hacer fluir imaginando historias y vivencias de los personajes. Y así, a aquel cuento siguieron otros, que le entregaba semanalmente, alentada a seguir cosechando ese reciente descubrimiento. Y ella, maestra con mayúsculas, dedicaba el tiempo libre de su fin de semana en corregir mis escritos y devolvérmelos los lunes con anotaciones y sugerencias. Jamás podré agradecerle la generosidad, el aliento constante y el aprendizaje de esos años.


El pasado jueves por la tarde, después de semanas tratando de buscar un hueco, logramos tomarnos ese café pendiente. Cuando la vi llegar, volví a ser adolescente por un instante. La hora y media se me pasó volando. Éramos dos mujeres adultas que retrocedieron en el tiempo. Y aunque creo que yo hablé más que ella, fue un privilegio escuchar la forma que tiene de hablar de la enseñanza, la de los docentes de vocación. Constatar, con admiración, como aún le fascina acompañar a los jóvenes y abrirles paso en el camino de las letras, como hizo conmigo, haber puesto en marcha el club de lectura del colegio, o cómo aún hoy sigue avivando inquietudes en cada alumno esperando verlas florecer con el tiempo.


“Hay que plantar mil semillas para que una o dos florezcan”, manifestó, risueña, durante nuestra tarde, antes de añadir: “Hasta que me jubile, las seguiré plantando con ilusión”.


Quisiera agradecerle que sembrara en mí la semilla de la literatura, ese amor por las letras que está a punto de brotar convertida en novela. El inminente lanzamiento de “La memoria olvidada” será en los próximos días, y en él, aunque no sea consciente, hay mucho de su propia cosecha.


Mil gracias, querida profe, por todo lo que representas para mí y, estoy segura, para muchos de tus alumnos.



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