El elegido
XX Certamen Literario Vigía de la Costa.
Segundo Premio (15 abril 2016)
EL ELEGIDO
Una energía desconocida se le revolvía en su interior al atravesar el pórtico de entrada al museo. Las obras del Prado eran, para el viejo profesor, parte de la familia. Desde el fallecimiento de su esposa, hacía casi veinte años, la soledad le iba pesando en mayor medida. Acudir cada jornada a la pinacoteca era una distracción. A causa de una sordera hereditaria abandonó la enseñanza universitaria. Recordaba el día que se despidió de las aulas de la Universidad Complutense como uno de los más difíciles a los que había tenido que enfrentarse. No volvería a enseñar. El destino lo había incapacitado. La Comisión Académica rechazó la petición del Departamento de Historia del Arte como profesor emérito. Siempre sería bienvenido, pero permanecer en activo, era inviable. La respuesta escueta le resultaba incomprensible. Toda una vida dedicada a una pasión desagradecida.
—Buenos días, profesor.
El auxiliar de sala alzó la voz.
—Buenos días —contestó Valeriano.
Hasta que no salía del metro a la glorieta de Atocha, y paseaba en silencio por el paseo, no decidía qué escuela nacional visitaría esa mañana. Ese día, le apeteció admirar la maestría de los grandes del Cinquecento. Entró en la sala seis, la del Renacimiento Clásico, tomando asiento en el banco de madera. Ante sus ojos, el retrato anónimo del cardenal, aquel príncipe de la Iglesia obra del maestro Rafael. La imagen le trasladó, de inmediato, a las intrigas de la curia pontificia de la época.
—A la paz de Dios.
Una voz resonó en la galería. Sorprendido, Valeriano giró la cabeza, pero no acertó a ver a nadie.
—A la paz de Dios, buen hombre.
Volvió a escuchar.
El profesor se levantó con cierta parsimonia. Los huesos no estaban para mucho ajetreo.
—Sí, es a usted a quien hablo.
El retrato del cardenal sonrió agitándose dentro del cuadro.
—¡Santa madre de Dios! —manifestó el anciano amedrentado.
—No se asuste. Sé que puede oírme, a pesar de la sordera.
El personaje gesticuló dentro de la estampa. El anciano retrocedió unos pasos tropezando con el banco.
»Tenga cuidado, no se vaya a caer —aconsejó.
—¿Cómo es posible? —balbuceó, frotándose la frente.
—Suelen decirnos eso, profesor, sobre todo al principio, pero llegará a acostumbrarse —explicó con calma.
—Si usted lo dice —contestó, aún perplejo.
—Usted mismo lo comprobará. —El cardenal se ajustó el birrete. —Solo tenemos un momento. Pronto esto se llenará de visitas, y entonces, no podremos conversar.
El bueno de Valeriano se atusó el bigote, como hacía cuando se ponía nervioso. Seguía sin creer lo que veían sus ojos.
—Se preguntará si esto es real —se aventuró el prelado. —Sí, lo es. Ya ve que puede oírme y observar cómo me muevo. Los personajes de los cuadros cobramos vida cuando llegamos a la pinacoteca. Durante el día debemos actuar con prudencia, eligiendo bien a quien revelamos este secreto para no ser descubiertos.
De manera instintiva, el anciano dirigió la vista hacia el lienzo de al lado. Los tres personajes de la Sagrada Familia del Cordero no parecieron inmutarse, ni siquiera el animal, montado por el niño Jesús. Aquello tenía que ser una locura. El cardenal continuó.
—Ellos le escuchan, pero no van a manifestarse. Usted es mi elegido —afirmó, altivo.
—Usted perdone, pero no sé qué significado tiene esa condición —contestó con desconfianza.
—Si tiene a bien unos minutos, gustoso se lo explicaré. Espero que tengamos tiempo, sino no se apure, no tengo la más mínima intención de moverme de aquí. —El chascarillo le hizo mostrar una sonrisa franca. Hacía siglos que no sonreía.
La capacidad de reacción de Valeriano se vio menguada ante la sorpresa. Reinaba el silencio. De vez en cuando, mientras el cardenal parloteaba, los ojos se centraban en los personajes de la sala. Volvió a echar una ojeada a la Sagrada Familia del Cordero, pero de nuevo, siguió sin percibir nada extraño. Las madonnas de Rafael también permanecían impasibles. Si tal y como el prelado le había confesado, las figuras cobraban vida, ninguno se movió un milímetro.
—Como quería decirle... —El cardenal se alisó la muceta de seda roja antes de proseguir —A nosotros, los personajes del Prado, se nos concede el privilegio de poder escoger entre los visitantes, a una persona que consideremos digna. Decisión complicada, no crea. Porque a ella, revelamos nuestro secreto. ¿Y con qué propósito?, se preguntará usted. Todos se lo preguntan, así que me adelantaré —dijo, sin dejar de observar los gestos del profesor. —Porque nos indigna cómo se ha escrito la historia. A los poderosos siempre les ha encantado disfrazar la realidad. Si algo no les gusta, la reescriben moldeándola a conveniencia —observó el rostro, impertérrito. —Usted profesor, me dirá, ¿y por qué yo?
El anciano asintió como si le leyera el pensamiento. Era curioso ver al cardenal preguntarse y responderse al mismo tiempo.
—Creo, firmemente, que nadie sería mejor que usted para esta tarea. —El eclesiástico era locuaz. —Posee la formación y la pasión necesaria para desempeñarla con éxito. De eso estoy seguro.
—Pero, ¿qué es lo que quiere de mí? —preguntó, cuando la curiosidad le iba haciendo mella.
—No se apresure, profesor. Todo a su tiempo.
Desde el vestíbulo se oyeron unos pasos. La pinacoteca recibía los primeros visitantes de la jornada.
—Creo que, por hoy, ha sido suficiente. Le espero mañana a esta hora. No se retrase. Una tarea le encargo, más que nada por ir adelantando la labor: póngase a investigar sobre mi retrato de inmediato. —El cardenal se situó en la pose en que el pintor lo había inmortalizado.
El profesor se dejó caer sobre el banco, aún con la perplejidad dibujada en su rostro. Un par de turistas se detuvieron a admirar la obra del maestro italiano. Miraba con fijación aquel retrato con el que minutos antes había conversado. Estaría perdiendo la cabeza. Eso lo explicaría todo.
A la mañana siguiente, Valeriano cambió la rutina de los últimos meses. La intranquilidad por el encuentro con el cuadro de Rafael, le había pasado factura durante la noche. Volvería al Cinquecento para situarse en frente del retrato. Si era producto de la ensoñación, observaría el esplendor de los trazos de uno de los grandes maestros, sino… mejor decidiría cuando llegara el momento.
Apremiado, entró en la sala número seis, para situarse en el banco. Carraspeó con nerviosismo, pero nada sucedió.
«¿Qué estás haciendo?», se preguntó, tratando de imponer la cordura de la que siempre había hecho gala. «No pensarás que el personaje se va a dirigir a ti, ¿verdad?»
—Buenos días, profesor, que Dios le guarde —le interrumpió el eclesiástico, quitándose el birrete. Le incomodaba. Tendría que llevarlo durante diez largas horas.
Ante las palabras del personaje no pudo evitar un sobresalto.
—Ha vuelto a inquietarse. No se apure. Suele ocurrir, pero acabará por acostumbrarse —sonrió con franqueza —¿Ha hecho lo que le solicité?
—Leí un poco, pero... —El profesor no quiso confesarle que, se había pasado media noche rodeado libros de la biblioteca.
—Entonces continuemos. No tenemos tiempo. Ayer una de las Meninas comentó que, durante la jornada, nos visitaran cinco escuelas. Chiquillería… esas criaturas gritan sin parar, y cada vez son más maleducados —manifestó, observando la mueca involuntaria en el rostro del maestro. —Es verdad, tengo que centrarme. Suelo hablar demasiado. Vayamos a lo importante.
—Si usted lo dice —apuntilló.
—Como le iba diciendo, usted es mi elegido. No crea, llevo esperándole más de quinientos años, porque me pintaron en 1510.
—De modo que, la fecha es correcta. Había ciertas dudas sobre…
—Sí, esa es una de las cosas que son ciertas —le interrumpió con cierta desgana. No le gustaba perder su valioso tiempo. —Rafael me pintó en Roma cuando llegó desde Florencia, a principios de 1508, pero no quiso identificarme. Fueron muchas las conjeturas que se levantaron sobre mi identidad.
—Pero usted es… —comenzó.
—Le pido paciencia, profesor. No desvelemos todas las claves antes de tiempo —dijo, molesto. Detestaba las interrupciones —Como le iba diciendo, el bueno de Rafael no incluyó ni emblemas heráldicos ni inscripciones, ni siquiera aludió a mi título cardenalicio, ni a mi apellido u origen familiar. Una magnífica manera de alimentar las habladurías.
—Entiendo.
—Por aquella época, la disputa con Miguel Ángel era de conocimiento público. El Papa Julio II… ese miserable, mezquino y arrogante, utilizó mi inteligencia en beneficio propio.
—¿Tenía entendido que, usted, era uno de sus favoritos? —preguntó Valeriano.
—Eso fue al principio, cuando atendía a mis consejos. Luego, las cosas cambiaron. Se dejó aleccionar, mal influenciado, y me desterró de todo. —Las palabras mostraban resentimiento. —En fin, esa no es la cuestión. Para eso no le he desvelado mi secreto —observó al viejo profesor, que escuchaba concentrado. —Supongo que, ya sabrá, que mi asesinato se produjo, en mayo de 1511, en una calle de Rávena a manos del mercenario Francesco María della Rovere, duque de Urbino y sobrino del Papa.
—Eso he leído, sí.
—Las malas lenguas han mantenido que le cegó la razón y la envidia. Él no llegaría mucho más lejos. Su tío no le tenía en alta estima. Se mofaba de él por no ser digno de su estirpe. Todos en la curia habíamos escuchado las constantes burlas —manifestó, recordando la última conversación que mantuvo con el Papa.
—De modo, que decidió asesinarle —se permitió conjeturar.
—Craso error. El infeliz del duque solo fue el brazo ejecutor. La orden provino del mismísimo Papa.
—¿Está usted seguro de eso? —inquirió, antes de observar como la nariz aguileña del personaje se inflaba, arrepintiéndose.
—¿Sugiere que miento, profesor? —El cardenal clavó la vista desafiante, pero no obtuvo respuesta. La ira encendía las facciones. —¡Llevo quinientos años aguardando mi momento! ¡Dios bendito! ¿Para qué cree que me he puesto en contacto con usted? Quiero que la historia reconozca que fue ese malnacido quién encargó el asesinato. Yo, Francesco Alidosi, cardenal de Pavía, administrador de la región norte de Italia, el miembro más joven de la curia, con una prometedora carrera por delante, que me postulaba para convertirme en Papa… ¡Asesinado por esa alimaña! —sentenció, a voz en grito.
Ambos permanecieron en silencio. El cardenal hacía serios esfuerzos por contener la rabia acumulada. El profesor, procesaba la información, tan distinta de lo que había leído en los libros de historia del arte.
—Pero, ¿qué quiere que haga yo? —lanzó la pregunta, armado de valor.
—Veo que no me equivoqué con usted —volvió a colocarse el birrete. La sala estaba a punto de ser invadida por decenas de escolares. —Quiero que se las ingenie para reconozcan este hecho. Estoy furioso de ver la admiración que existe por esa cucaracha. Cuando algunos de los personajes que vienen de visita del National Gallery, me habla sobre la fascinación que aún levanta el retrato de ese miserable, se me llevan los demonios.
Y diciendo aquello, recobró la posición con rapidez. Alguien entraba en la sala número seis.
Al anciano profesor, las palabras del cardenal Alidosi le retumbaban en la cabeza. En el despacho, algunos de los volúmenes recopilados para el estudio sobre el misterioso retrato. La petición era descabellada. Él, un humilde catedrático retirado, no tenía medios para lograr semejante propósito. Estaba demasiado viejo para emprender una tesis doctoral de esa envergadura. Por otro lado, qué intenciones tendría el eclesiástico si no decía la verdad. Cogió un tomo del Renacimiento y, ansioso, comenzó la lectura.
Acababan de abrir las puertas, cuando el profesor se hallaba situado en el banco. El cardenal lo observaba, impasible, haciéndolo esperar. Le fascinaba ese halo de poder que siempre le había rodeado.
—Que Dios le guarde, profesor —inició la conversación.
—Buenos días, cardenal —contestó, esta vez erguido.
—¿Qué buenas nuevas me trae?
—Lamento decirle que pocas, para serle franco.
—¿Qué está usted diciendo? —se ofuscó.
—He estado estudiando estos días. Me parece que se equivocó usted al elegirme.
El cardenal permaneció en una calma tensa. Aguardó la debida explicación que el profesor iba a ofrecerle.
—Me ha pillado usted al final de mi carrera. Ya no poseo mi cátedra, e iniciar un estudio de esa categoría, como el que me está pidiendo, la verdad…
—Pero, ¿qué demonios? ¿Sabe cuánto tiempo aguardé hasta poder contactar con usted? ¡Llevo años esperando esa oportunidad! ¡Nunca estaba solo! Siempre acompañado de esos malditos estudiantes. Y ahora, me dice que ya está retirado, ¡válgame Dios! ¿Cómo se le ocurre hacerme semejante despropósito? —maldijo, cegado por el resentimiento.
—Lo lamento, pero esa es la verdad. Usted no me preguntó —asumió la posición con algo de nostalgia.
—Bueno, esto no es más que un contratiempo. Tendremos que buscar una alternativa. Nunca me achanté ante los inconvenientes. Déjeme pensar… —se ajustó los botones forrados.
El bueno de Valeriano no quiso interrumpirlo. Cavilaba.
—¡Ya lo tengo! —manifestó con un halo brillante en los ojos. —Puesto que usted ya no ejerce, como me ha dicho, si mantendrá contactos con la universidad, ¿no es cierto?
El anciano asintió con un movimiento de cabeza.
»Pues ahí está la solución. Quiero que busque algún estudiante brillante, de esos de los que se rodeaba, para que inicie la investigación por usted, ¿eso sí podrá hacerlo?
El profesor consideró la propuesta unos segundos. Por la cabeza, asomaron un par de alumnos capacitados para emprender esa importante labor. No podría dirigir el estudio, no estaba en activo, pero sí podría figurar como colaborador. Además, seguía gozando de una gran reputación profesional.
—Será complicado.
—Gratias ago Deo —agradeció en latín.
—Pero antes, si usted me lo permite, cardenal, me gustaría hacerle unas preguntas.
—Pregunte, hijo, pregunte —accedió con arrogancia.
—He estado estudiando el retrato del National Gallery que Rafael hizo del Papa Julio II. El cuadro lo pintó en 1511 o 1512 según manifiestan los libros, algo después que el suyo.
Al escuchar aquello el cardenal se removió inquieto.
—¿A dónde quiere ir a parar?
—Le pido paciencia, cardenal, no desvelemos todas las claves antes de tiempo —repitió, irónico.
El rostro enjuto del eclesiástico se tensó.
—Las diferencias del Papa del cuadro con lo que usted menciona son… curiosas, por suavizar el tema —indicó, acordándose del retrato, una estampa de un anciano dulce, perdido en sus pensamientos.
La cólera se acumulaba en el rostro del eclesiástico por momentos.
—El catálogo del Museo de 1901 señala que, Rafael y sus alumnos lo repitieron varias veces, para que fuera fiel copia de la realidad. De ser así, ¿no cree que se tomaron demasiadas molestias para que finalmente representaran a otra persona?
—Pues sí, pero como ya le dije, los poderosos moldean la historia a su antojo. Si esa rata no hubiese sido sobrino del Papa Sixto IV —se lamentó, ensimismado—, jamás habría llegado tan lejos. ¡Si lo nombró cardenal con tan solo veintiocho años!
—¿Algún mérito tuvo que tener?
—Ese miserable no tuvo otro mérito que rodearse de gente válida como un servidor. No sabe cuántas veces me arrepentí de no haber dejado que aquel bastardo lo asesinara... Mi destino hubiese sido bien diferente —manifestó, apretando los puños.
—Pero si él no hubiese llegado a Papa, usted… —se aventuró.
—Yo hubiese acabado ocupando el sillón de San Pedro —afirmó, soberbio. —Pero confié en él, y me traicionó. Después de ayudarle a que consiguiera el trono pontificio, me alejó del Vaticano como a un perro.
—¿Alguna virtud le ha de reconocer? —volvió a insistir, pero el cardenal no escuchaba.
—Le llamaban el Papa Guerrero, vestía de armadura y era cruel con sus servidores.
—No fue así como lo inmortalizó Rafael. Además, fue un gran estratega militar para el estado pontificial —puntualizó, hurgando aún más en la herida.
—Rafael, tras haber decorado las cámaras papales, pensó que, sería él, el encargado de pintar la Capilla Sixtina. Cuando ese canalla del Papa se lo encargó a Miguel Ángel, Rafael creyó que fui yo quien presionó en su contra —confesó. —La venganza ha sido la más cruel de todas. Mientras que, a él, lo inmortalizó, anciano y sereno, en actitud reflexiva, diametralmente opuesto a como era en realidad, a mí, me eternizó como una despreciable copia de la Gioconda de Leonardo. Con mi retrato imitó a Miguel Ángel con sorna.
—Tendría que contentarse con eso, cardenal. Es mucho más interesante que un anciano sentado sobre el trono papal —dijo para calmar el enojo.
—¿Usted cree? —preguntó, con recelo.
—Yo en su lugar estaría orgulloso. No todos los mortales son expuestos para la eternidad de la mano de un maestro. Y si me dieran a elegir, la pose sería exactamente esa.
Una sutil sonrisa de orgullo se dibujó en el rostro. Semejante perspectiva nunca había sido contemplada.
—Entonces… ¿Me hará el favor que le he pedido? —suplicó.
—Lo intentaré, pero no puedo asegurarle nada.
Transcurrieron un par de semanas en las que el profesor no faltaba a su cita con la pinacoteca, pero en lugar de visitar al cardenal, paseaba por otras salas. Evitaba enfrentarse, de nuevo, al eclesiástico hasta que no pudiera mostrarle una alternativa válida. Dejar de admirar las obras de arte era para él algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar.
—A la paz de Dios, profesor. Hacía tiempo que le esperaba —dijo el cardenal con cierto tono de reproche.
—He estado ocupado —se excusó.
—¿Tanto para visitar otras galerías? —preguntó.
El profesor no había caído en la cuenta de que, a los oídos del personaje, debían haber llegado las visitas a otras colecciones.
—No quise venir a verle, hasta que no hubiese madurado lo que vamos a hacer. —El anciano le sostuvo la mirada. —Es imposible. Ninguno de los estudiantes con los que hablé, aconsejados en buena medida, como era de esperar, emprenderá semejante estudio.
—¡Por Dios bendito!
Sin darse cuenta alzó la voz. Todos los personajes de la galería guardaban un mutismo inquietante.
—Pero… tengo la solución —indicó, para aliviar la angustia provocada.
—Prosiga —exhortó con un movimiento de mano.
—A partir de hoy, si su excelencia lo tiene a bien, estoy dispuesto a escuchar todo lo que tenga que relatarme sobre la época que le tocó vivir. —Había elegido con cuidado las palabras.
—¿Con qué finalidad?
—Para que conozcan esa versión de los hechos —sentenció. —No sé si podremos cambiar la historia, eso son palabras mayores. Tampoco puedo dirigir un estudio riguroso sobre el asunto. Mi reputación después de mi enfermedad está… —Un nudo le atravesó la garganta. —Pero si Dios me da fuerzas, alzaremos la voz, y daremos que hablar. Quizás pongamos la primera piedra de un largo camino, ¿qué le parece?
El cardenal, concentrado, se acarició la barbilla.
—¿Habrá traído lápiz y papel?