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El maestro

El maestro

—¡Corra, que ya vienen! —Antolín apremió a don Julián, aún adormecido.
El anciano recibió el duro golpe, aparentando entereza. Su hermano Francisco y familia habían sido ajusticiados en la calle Real. Por rojos, escuchó el muchacho, escondido tras la tapia de la Iglesia de San Antonio. De madrugada, las fuerzas nacionales habían irrumpido en el pueblo. Muchos simpatizantes de izquierdas corrieron la misma suerte. El dedo acusador había señalado a un buen puñado de vecinos.
—¡Dese prisa! —le conminó.
Los había dejado fumando un pitillo, mientras uno de ellos se vanagloriaba orinando sobre el cadáver del alcalde. Eso no se atrevió a mencionarlo; le ahorraría el sufrimiento.
Bajo la atenta mirada de la luna llena, se echaron al monte. Antolín marcaba el ritmo, sin perder de vista al inesperado acompañante.
—Hijo, dame un momento.
Del bolsillo de la camisa extrajo un pañuelo de algodón para secarse el sudor. Con la respiración acompasada, daba muestras de poca destreza al andar por la sierra. Al joven, un escalofrío le recorrió la espina dorsal. En cualquier momento podían aparecer esos perros. La brisa trajo consigo sonidos de detonaciones lejanas. La venganza seguía cobrándose víctimas inocentes.
—Debemos proseguir —se aventuró.
—Es mejor que me quede aquí. No tengo nada que temer.
—Si lo dejo, acabará muerto. Esos miserables vienen dando caza a cualquiera implicado con la República.
Las palabras expresaron el miedo. Derrotados y cabizbajos, continuaron caminando. El relente caía sobre la noche de finales de invierno. Los huidos agradecieron el fresco; mitigaba el cansancio y hacía llevadero el viaje. El aleteo de una chotacabras rompió el constante rugir de las alpargatas en la tierra. El paso era firme, se hacía en silencio, como si una procesión devota de Semana Santa recorriera las calles al calor de los fieles.
Pasada la medianoche alcanzaron la loma de la Garza. El pueblo, en la lejanía, acabó convertido en insignificantes puntos de luz desdibujados por el horizonte. Habían dejado de oírse el estruendo de los subfusiles. El semblante de don Julián empeoraba. Recién rebasados los ochenta, nunca había gozado de buena salud. De crío, unas fiebres le habían producido una debilidad en los pulmones.
—¿Qué ha pasado con el alcalde? —preguntó, en un momento de lucidez.
—¿Para qué quiere saber?
—Para llorar a mis muertos, ¿o también me van a quitar eso?
Dejándolo llorar la pena, el joven fue a echar un vistazo a los alrededores.
—Es un buen sitio para esconderse. Pronto amanecerá, y estaremos expuestos —dijo al regresar.
—Hijo, deberías marcharte ahora. Aún estás a tiempo.
—No se preocupe. Confíe en mí. Sé lo que me hago.
Gracias a que el muchacho se desenvolvía en el monte, pudieron devorar un puñado de collejas y algarrobas con las que aplacar el rugir de las tripas. Durante años, había acompañado a su padre en las labores de arriero, camino de Granada, a portar a lomos de la mula lo que a los señoritos se les antojaba. Con la navaja heredada, improvisó un lecho de ramas secas; al menos, el anciano descansaría en tierno los maltrechos huesos.
La sierra despertaba con los primeros rayos de sol, tamizados desde la cima de Cerro Lucero. Antolín elevó una súplica al cielo. Ojalá les diera tregua para aguantar sin agua toda la jornada. Aguardarían al anochecer para reanudar la marcha. El viejo se rindió al sueño reparador sobre el camastro de acebuche.


A mediodía, desorientado, don Julián volvió en sí. Al percatarse de dónde se encontraba, emitió un sollozo ronco.
—¿Ha descansado?
—Sí, hijo. No tendría sentido faltar a la verdad.
—Es normal, no se preocupe —lo disculpó—. Ahora tendrá que quedarse aquí un momento. No haga ruido, ¿me ha entendido?
A diez minutos descendiendo, el chavea localizó un venero del río Higuerón. En el escueto caudal, sació la sed a manos llenas. Recolectó un buen puñado de vinagreras, deteniéndose un instante para otear el terreno. La bajada era abrupta, don Julián podría descender si le procuraba ayuda. Un súbito murmullo lo hizo agazaparse. Alguien merodeaba cerca. A rastras, se aproximó. La frondosidad de los árboles amparó la llegada de la hueste. Eran cinco los integrantes de la cuadrilla. Los asesinos de la calle Real venían armados.
—Bebamos en el río. Necesito echar una meada —dijo el alto. Desgarbado, como una espiga seca, parecía estar al mando.
Antolín reconoció al que bañó el rostro destrozado del Alcalde. Ocultándose entre las matas de romero, contuvo la respiración. Esperaba no haber dejado rastro.
—¡Venga aquí, rápido! Procure no hacer ruido.
Don Julián fue incapaz de reprimir un gemido de reproche. La cadera protestó por el intenso ajetreo de las últimas horas. El dedo en los labios trató de hacerle entender el crucial momento. Si los localizaban, estarían muertos. El joven asomó la cabeza por un recoveco de las piedras. Los falangistas se desplegaban hambrientos por el monte. Ellos también habían escuchado el lamento.

—Nos vamos —decretó el cabecilla minutos después.
—Amancio, te digo que he escuchado algo, y rara vez me equivoco.
—Hemos peinado la zona dos veces. Te habrás confundido, Clemente. Es lugar de paso de cabras montesas —. Amancio se echó el arma sobre la espalda—. Tomaremos dirección este. Son muchos los que han huido al monte. Ojalá demos con ellos.


Una hora permanecieron ocultos. Al intuirlos lejos, bajaron hasta el río.
—Muchacho, pareces preocupado.
—Cavilo hacia dónde tirar, eso es todo —respondió.
—Hijo, vuelvo a suplicarte que te marches. Soy una carga pesada. Te costará la vida.
—No diga sandeces. No me iré sin usted.
—Pero ¿te conozco, hijo? —preguntó, desconcertado.
—Ya lo creo que me conoce, pero usted no lo recuerda —acertó a decir entre dientes. Carecer de recuerdos debía ser una pena inmensa.
El hombre frunció el ceño antes de encogerse de hombros. Todos en Frigiliana conocían la enfermedad de don Julián. La memoria le traicionaba con frecuencia. Lejos quedaba el derroche de facultades de otros tiempos.
Cuando el agua del riachuelo los hubo adecentado, engulleron las viandas ofrecidas por la sierra.

Las sombras bañaban el monte con la caída de la tarde. Las nubes, como madejas de algodón merino, adornaban el horizonte. Antolín olfateó el aire. El temporal de agua se aproximaba.
—Gaste cuidado. Fíjese bien. Pise donde lo haga yo; no vayamos a tener un disgusto.
—Dios no quiera, hijo.
Al traspasar el muro de piedra de una cueva horadada en la montaña, el aguacero descargaba con intensidad. La gruta era estrecha, de fácil acceso, pero el monte mojado y oscuro dificultaba los andares. Mejor jugársela en aquella ratonera, a tener un tropiezo. Quizás los perseguidores hubiesen abandonado la búsqueda. El frío se dejó sentir. Antolín se situó junto al anciano para procurarle calor.

La segunda noche en la sierra tumbó la voluntad de Antolín. Apenas pudo aguantar despierto. El amanecer borró cualquier rastro del temporal. Soñoliento, entreabrió los ojos. Una mirada a su alrededor para percatarse de la ausencia. Obligado a despertarse de sopetón, corrió hacia fuera. Al calor de la mañana, encontró al despreocupado anciano.
—Dicen que los rayos del sol son buenos para los huesos —dijo al verlo llegar —. Siéntate un rato a mi vera. Te vendrá bien para prevenir incomodidades de viejo.
Escudriñando antes el monte, accedió a sentarse. Desde la madrugada que vistió de muerte el pueblo, no había tenido un momento para tomar consciencia. Las palabras amenazantes del general Queipo de Llano, repletas de odio, lanzadas en los micrófonos de Radio Sevilla, habían envalentonado a los simpatizantes del alzamiento. Cuando se supo de la caída de Málaga, oleadas de malagueños emprendieron el camino hacia Almería. Los más comprometidos con la República, confiados en tener un juicio justo, se negaron a marcharse. La noche trágica de Frigiliana regó de sangre las callejuelas.
Un tiroteo repentino quebró la calma.
—¡Metámonos dentro, rápido! —ordenó.
Escondidos al fondo de la gruta, el joven aguzó el oído.
«Si nos encuentran, no saldremos vivos», pensó, apretando los puños con rabia.
Pasado un rato, asomó la cabeza. Los disparos se sucedían constantes, pero no acertaba a distinguir a los adversarios. Durante la travesía había decidido preferencias. Jamás le había interesado la política, pero los ideales de izquierdas habían salido vencedores en aquella encrucijada de ideas. En cuanto pusiese a salvo al anciano, se uniría a los huidos en la sierra.
Cuando el monte recuperó algo de calma, regresó a la gruta. Si hubiese estado solo, habría aprovechado el desconcierto para poner distancia, pero don Julián no soportaría otra huida.
En la boca de la cueva, el sonido de unos pasos le hizo temer lo peor. Alguien ascendía por la ladera. El corazón, desbocado, le aguijoneaba la sien mientras procuraba templar los nervios.
—¡Pero si están aquí! —se jactó Amancio, al descubrirlos. —Nos habéis hecho sudar de lo lindo, mentecatos. Menos mal que, en la búsqueda, hemos matado a unos cuantos rojos de mierda. Esos van ya camino al infierno.
Antolín observó los rostros de quienes iban a acabar con sus vidas. La mirada gélida del mando le atravesó las entrañas como un puñal. No habría piedad.
—Clemente, vas a poder bautizarte a sangre fría. Despacha al viejo. Nos ha costado algunos hombres valientes.
Al aludido le flaqueaban las piernas. La boca, pastosa, aglutinaba una saliva espesa. Para acatar la orden, elevó el subfusil, apoyando la culata sobre el hombro derecho. Un leve movimiento del dedo en el gatillo sería suficiente para cometer el crimen.
—Solo es un anciano indefenso.
Incorporándose, Antolín se interpuso entre ambos.
—Mira éste. No creerás, iluso, que vas a salir de aquí con vida, ¿verdad? Tenemos balas suficientes para acribillaros a tiros. Además, he de vengar a mis hombres —. Amancio desgarró un trozo de camisa para hacerse un torniquete. Una bala perdida le había abierto un rasguño feo en el brazo.
—Por favor, no sabe ni quién es —imploró el joven, de nuevo.
—¡Aparta, imbécil! —De una patada, el falangista lo relegó un par de metros —. Este desgraciado es el maestro. Lleva años llenando de ideales comunistas a las criaturas en la escuela. Pero eso se acabó. En nombre del Caudillo, limpiaremos España de toda esta gentuza que solo nos ha traído miseria.
Retorciéndose de dolor, Antolín daba grandes bocanadas para respirar.
—¡Vamos, Clemente! ¡Acabemos de una vez con esto! —decretó.
—Tened piedad de él, por Dios —suplicó desde el suelo.
—¡No te atrevas a mentar el nombre de Dios en vano!
Un segundo golpe con la culata del Naranjero, lo sumió en una momentánea oscuridad. Al muchacho le bailaron los dientes.
—¡Acaba de una vez!
Clemente observó por la mirilla al anciano.
—¡Venga, que no tenemos todo el día! —le apremió el mando.
El fogonazo reverberó por toda la gruta. Hecho un ovillo, Antolín ahogó un sollozo. El olor a pólvora inundó el ambiente. Aguardó el final, protegiéndose la cabeza con las manos. Pero el segundo disparo no se produjo. Al cabo de unos instantes, con temor, abrió los ojos. Un río sangriento pintaba de granate la piedra caliza. Don Julián seguía ido. A su lado, Amancio yacía muerto con un tiro certero.
—No pude —lloriqueó Clemente, con apenas un hilo de voz.
El hombre, turbado, daba muestras de desconcierto. No acababa de creerse lo que había hecho.
»Que Dios me perdone —se atrevió a pronunciar, dando círculos por la cueva. —No sabía dónde me metía —gimoteó —. Hace unas cuantas noches, una milicia republicana sacó a mi hermano Diego del colegio San Agustín junto a otros religiosos. Los fusilaron en el cementerio de San Rafael. Me alisté para vengarlo, pero no soy un asesino. No lo soy. Lo juro por lo más sagrado. Jamás podría matar a nadie a sangre fría, y menos a don Julián.
—¿Sabes quién es? —preguntó Antolín, sorprendido.
Clemente asintió con lágrimas en los ojos.
—Quién no recuerda, de chico, las enseñanzas del maestro —recalcó, mientras una ola de nostalgia le inundaba. Como si le quemase entre las manos, dejó caer el subfusil. El Naranjero aún humeaba la muerte en las entrañas.
Antolín observó al muchacho. Tendría la edad de su hermano menor. A Manuel, la tuberculosis se lo llevó joven. Solo un año después, la pena pudo con madre. Desde entonces, había sobrevivido como decenas de niños, gracias a la labor de don Julián. Siempre tenía una hogaza de pan y algunas batatas para aplacar el hambre. En los últimos años, la terrible enfermedad había hecho estragos en la memoria del anciano, y era él, quien se hacía cargo de las obras de caridad de la iglesia.
—Bueno, muchachos. Basta de dilaciones. Es hora de empezar la clase. El tiempo es oro, y hay que aprovecharlo al máximo, para hacerse hombres de bien—. De pie, con las manos apoyadas sobre la espalda, el maestro parecía impacientarse.
Los jóvenes intercambiaron una mirada de incredulidad.
—Comencemos por los ríos de España, señor Balbuena. De norte a sur —dijo, golpeando la suela de la alpargata contra la piedra.
—Pero… —titubeó el aludido.
—Hay que estar más atento, mozalbete. Así no llegaremos a ninguna parte. Dígale a su madre, que mañana a media tarde, me haga una visita en el ropero escolar, en la capilla de la Iglesia —ordenó con autoridad. —Haría bien en fijarse en el buen hacer de su hermano. Manuel promete.
Los muchachos no se atrevieron a replicarle.
—Señor Nogales, veamos si ha estado usted atento. No me vayan, entre los dos, a hacer perder la paciencia —refunfuñó —.Empecemos por el río Ebro.
El profesor impartió, en la lúgubre gruta, una hora de clase. La voz se le fue apagando hasta caer exhausto. El humilde maestro de Frigiliana no despertó al día siguiente.
—Tenemos que irnos. Cogeré el subfusil —afirmó Clemente.
Antolín se despidió en silencio del buen hombre. Lamentaba no darle una sepultura digna.
—¿Para qué?
—Por si nos encuentran.
—He estado pensando. Parece que, ese malnacido, se alzará finalmente con la victoria. —Los nudos de las manos se le tornaron blancos por la rabia. —Escapé de noche con don Julián, que Dios lo tenga en su gloria. Estoy señalado sin remedio —razonó.
A Clemente, el estupor se le reflejó en las facciones.
»No me queda otra que alcanzar Almería desde la costa —manifestó Antolín con resignación —. Desde allí, con ayuda de las autoridades republicanas, buscaré un barco para exiliarme, o quizás, siga hacia el norte, para llegar a Francia.
—¿Pero…?
—Tú puedes regresar a Málaga. Nadie sabrá nunca lo sucedido en la cueva.
—No hay nada que me retenga en Málaga. Me alisté junto a Amancio, al saber del crimen de los agustinos.
—Por eso, podrías volver.
Un incómodo mutismo se alzó de la nada.

Antolín y Clemente se confundieron con el gentío, que aquel 8 de febrero de 1937, domingo de carnaval, recorría el camino nacional dirección Almería. Miles de malagueños huían con lo puesto. Algunos afortunados habían conseguido carretas o burros para cargar las escasas pertenencias. Los niños, cansados y hambrientos, acataban dóciles el trasiego. Entre la multitud, familias enteras, milicianos desertores e incluso oficiales del Estado Mayor, iniciaban el lento peregrinar para poner tierra de por medio. La amenaza del tercio de regulares se había extendido veloz. Los marroquíes venían sembrando la barbarie.
Unos pasos por delante, el traspié de una muchacha le hizo perder la verticalidad.
—Espere, señorita. Le ayudaré, si me lo permite.
El intento de sonrisa se disfrazó de banal mueca. Clemente hizo un nudo al hatillo antes de echárselo a la espalda. La moza, de mirada triste, no pronunció palabra. Había presenciado la violación y asesinato de su madre a manos de una brigadilla de legionarios. Consiguió huir por la ventana del patio, junto a su hermana pequeña, mientras la pobre mujer los distraía para darles tiempo. A la altura de la Araña, la marea humana consiguió separarlas. La estuvo llamando a gritos durante horas. Cuando se sintió desfallecer, comprendió que tenía que seguir adelante.
El zumbido de los aviones italianos y nazis aproximándose a la costa hizo cundir el pánico. La primera bomba, en la cuesta de La Herradura, provocó la estampida. La muchedumbre trató de ponerse a cubierto. Gritos de pavor, carreras frenéticas y cuerpos sangrientos, sembraron de horror la carretera. Una lluvia de ceniza se mezclaba con el humo plomizo e irrespirable. El joven soltó el hatillo para tomar a la muchacha de la mano. Echaron a correr hacia los campos de azúcar. Solo al cobijo de las cañas podrían tener una oportunidad. En el desconcierto, perdió de vista a Antolín.
El ataque, desde el mar y el aire, se recrudecía por momentos. Las fragatas abrían fuego a discreción. Los aliados de Franco tenían órdenes de aniquilar sin misericordia. A solo unos pasos del cañaveral, una de las bombas alcanzó de lleno a Clemente. El artefacto del caza alemán despedazó el cuerpo del joven por todas partes. Un trozo de metralla atravesó el pecho de la muchacha sin nombre. Incumpliría la promesa de poner a salvo a su hermana.
Antolín vio a Clemente saltar por los aires. Solo transcurrió un segundo, cuando la onda expansiva lo alcanzó de lleno. Una punzada de dolor le perforó la cabeza. A su alrededor, todo daba vueltas. Confundido, tardó en reaccionar. Como pudo, llegó hasta la playa. A trompicones alcanzó la arena. En el hueco de un acantilado logró resguardarse del bombardeo. En la retina, llevaba esculpida la imagen de decenas de inocentes exterminados por el odio. Con la manga de la camisa hecha jirones, se limpió los restos de Clemente. Lloró sin consuelo por aquella matanza sin sentido.

Dos días después, aún permanecía en las rocas, atenazado por el horror y el miedo. Reinaba la calma, pero el pánico le impedía salir fuera.
—¡Alto, manos arriba!
Un soldado de infantería marina del buque Almirante Cervera lo apuntaba con el arma. Antolín hincó las rodillas en la arena. Las manos sobre la cabeza para no oponer resistencia.
—¿Quién eres? —preguntó el militar.
Los pensamientos vertiginosos intentaban hallar una salida.
—Me llamo… —titubeó. —Clemente Nogales. Natural de Frigiliana. A mi hermano religioso lo ejecutaron en una saca hace unas cuantas noches.

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