El tiempo en un reloj
Finalista XXII Certamen Literario Vigía de la Costa
Cada día, al clarear la mañana, Matthias Ravanel abría la puerta del modesto taller de relojería. Al recordar a su padre, siempre se le venían a la mente la disciplina y la rectitud con la que fue educado. «Los cuerpos se acostumbran a lo bueno demasiado rápido, y son difíciles de reconducir, cuando has optado por el camino inadecuado». Durante media vida había escuchado la misma monserga, tanto, que ni siquiera le prestaba atención al iniciar la retahíla. Asentía, pero ni se le ocurría mirarlo si quiera por miedo a que el discurso se prolongara. Acababa de cumplir la edad de su progenitor, cuando el último domingo de abril, lo halló sentado en la silla de trabajo, con las lentes puestas, y un reloj entre los dedos. Veinte años después, gastaban los mismos gestos, idénticas manías, y ese carácter gruñón que le hacía refunfuñar sin cesar.
Amontonados en el cajón izquierdo de la mesa de roble, aún conservaba la cartera gastada de piel marrón, los inseparables anteojos, y el reloj en el que hurgaba el día en que le sobrevino la muerte. Rebuscó hasta hallarlos, observándolos con detenimiento. Hacía tiempo que no reparaba en el antiguo reloj de bolsillo. La maestría con la que el joyero había esculpido los adornos en el bisel era admirable. Intentó precisar la firma del artesano, pero a pesar de llevar toda una vida en el oficio, no logró reconocerla. La filigrana representaba pequeñas ruedas de escape entrelazadas. Con la lente colocada, trató de apreciar, con mayor grado de detalle, lo que a simple vista le resultaba una exquisitez. El descubrimiento de una inscripción en lugar del sello del relojero lo maravilló.
«In tempore horologium. El tiempo en un reloj», tradujo con suma facilidad.
Por sorprendente que pareciera, al final, las clases con el tío Erwin aún eran de utilidad. Cada verano, el hermano de su madre, lo martirizaba con el latín cuando iba a visitarlos. Mathías se esmeraba para acabar cuánto antes. Entonces, comenzaban las narraciones sobre los lugares exóticos que el aventurero había descubierto, o las mujeres hermosas que había conocido.
El día que adquirió ese reloj, padre e hijo habían estado caminando por las calles de Neuchätel desde que salieron de la Iglesia. Tajante, se había negado a comprarle una chuchería en la tienda de la plaza del Mercado. Siempre que acudían a misa, hacían una parada obligatoria en el lugar. Daba por bueno el pesado sermón del padre Patrick cuando saboreaba aquellos caramelos de regaliz. Pero ese día el veterano relojero no quiso entretenerse. Agarrado de su mano, trotaba por el empedrado, imposible seguir el ritmo para los pequeños pies. Se adentraron entre las callejuelas del casco antiguo para detenerse ante una puerta de color rojizo. A Mathías, el lloriqueo le valió una buena reprimenda. El golpeo en la aldaba de cabeza de dragón y la mirada amenazante de su padre consiguieron que se contuviera. El portón se abrió con un chirriar de goznes mal conservados. Un anciano encorvado, con el rostro surcado de arrugas, y la larga barba plateada, saludó al visitante con un movimiento de cabeza. Ambos se perdieron en el cuartillo de la trastienda unos segundos después. El cuarto era oscuro y olía a rancio. Trastos amontonados. Si el lugar tenía ventanas, permanecían ocultas ante el desorden. Intentó desempolvar la imagen del viejo, pero solo un recuerdo borroso revoloteó, inquieto.
La esfera del reloj marcaba a las doce en punto. Al darle cuerda, las manillas permanecieron inmóviles. Al sobrevenirle la muerte, el relojero se encontraría en pleno proceso de reparación. No se había quejado de nada en particular en los últimos días. Gozaba de una excelente salud. Tenía, como se solía jactarse, el vigor de los Ravanel. Su abuelo alcanzó los noventa años, toda una leyenda para el pequeño pueblo a las faldas del macizo del Jura. Descendientes de una familia de prestigiosos relojeros suizos, cinco generaciones daban renombre al humilde negocio que había perdurado a pesar de la presión de las fábricas instaladas en el valle.
La campanilla tintineó zarandeándolo de los recuerdos. Alguien había entrado en el taller. Dejó la lente en la mesa, y salió a recibir al primer cliente de la mañana.
—Buenos días —saludó al hombre que, de espaldas, observaba encandilado el reloj de cuco.
El pajarito salió a recitar la melodía antes de cobijarse en el diminuto cobertizo.
—Siempre he admirado esa musicalidad —manifestó el visitante al cesar la cantinela.
—Se lo dejaría a buen precio. Es una reliquia.
—Lo sé —replicó el anciano.
Con la mirada fría escudriñaba al interlocutor. Una sensación extraña agitó a Matthias.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, al mismo tiempo que elucubraba dónde había visto aquellos ojos grises.
—Hace mucho tiempo, dejé en este taller un viejo reloj…
—Aguarde. Ahora mismo traeré el fichero con los encargos pendientes.
El relojero se dirigió al estante. El anciano aguardaba.
—Si es tan amable de decirme su nombre, por favor —solicitó, sosteniendo el pequeño archivador con las fichas manuscritas.
—Matthias Ravanel —dijo, rotundo.
Sorprendido, al escuchar su nombre, levantó la cabeza.
—Disculpe, pero creo que no me expresé con suficiente claridad. El nombre de la persona que hizo el encargo —afirmó.
—Matthias Ravanel, padre —contestó. —Hace muchos años le entregué un reloj para reparar. Posee un valor incalculable.
La identidad del hombre se reveló en aquel instante. Una sacudida de emociones. El cuarto oscuro, los trastos y el miedo.
—Mi padre falleció hace años. ¿Podría darme más detalles? —Aparentando tranquilidad, lo miró a los ojos.
—Es un viejo reloj de bolsillo con una inscripción.
—No quiera saber cuántos relojes de esos aún quedan por aquí —soltó, tratando de tranquilizase. —Me llevará tiempo localizarlo, si es que aún lo conservo.
—Pues... ¡búsquelo! Es vital que pueda recuperarlo. —El anciano alzó la voz con inquietud.
—Como le he dicho, me llevará su tiempo. Deme alguna característica del reloj que busca.
Matthias simulaba escribir en un trozo de papel para esquivar enfrentarse a aquellos ojos.
—In tempore horologium —afirmó, firme.
Cuando pronunció las palabras, un estallido a modo de escalofrío le hizo dejar la pluma sobre la mesa. Un temblor involuntario le impedía sostener el cálamo.
—¿Dígame su nombre?
—¿Para qué desea saberlo? —espetó.
—Para saber quién, después de tanto tiempo, viene a buscar un encargo —manifestó haciendo acopio de valor.
El viejo se atusaba la barba cana sopesando la respuesta. Matthias escuchaba lo agitado de la respiración.
—Regresaré mañana —concluyó el senil, dirigiendo los pasos hacia la puerta.
La campanilla volvió a moverse inquieta.
A medianoche, Matthias continuaba en el taller. Tras la sorprendente visita del anciano, había colgado el cartel de cerrado. Toda la concentración a disposición del reloj que tanta inquietud levantaba. Volvió a sentirse atemorizado, como cuando tenía ocho años. Había observado la pieza durante horas, incapaz de coger el destornillador para abrir el mecanismo. El instinto le indicaba que fuese cauteloso y no se adentrara en los entresijos. Encandilado ante la finura de las manos artesanas para cincelar los adornos en el bisel, no había encontrado ningún atisbo de imperfección. Acercó la pieza hacia la lupa, y acarició con delicadeza las palabras talladas.
—In tempore horologium —leyó en voz alta en el preciso instante en el que la portezuela del reloj de cuco se desplegó para marcar las doce en punto.
El pajarillo salió para comenzar la cantinela. Un zarandeo fuerte y las manillas del reloj empezaron a girar dando vueltas sin control. El baqueteo intenso hizo que Matthias tuviese que sujetarlo con fuerza.
—¡Para, detente! —bramó.
Pero el reloj continuó con el ajetreo hasta el cese del canto. El sonido de la diminuta puerta coincidió con la detención de las manecillas. Con pavor, lo depositó sobre la mesa. Sudaba.
La mañana siguiente transcurría lenta. Cada vez que el sonido de la campanilla indicaba que alguien accedía a la tienda, el corazón se le encogía en el pecho. Por más que intentaba aparentar calma, más le pesaba el inminente encuentro. Había sopesado echar el cierre, desaparecer, pero esconderse no hubiese eliminado la angustia y la desazón por el reencuentro.
A la misma hora que la jornada anterior, vislumbró la desgarbada figura tras el mostrador. A pesar de tener el oído avizor, no había escuchado el sonar de la campanilla. La señora Hohenstaufen acababa de hacerle entrega de un reloj de pulsera que había pertenecido a su abuelo. Como le había recalcado, solo los Ravanel tenían el privilegio de reparar aquellas joyas familiares. El elogio, motivo de orgullo, se tornó en lamento. La tradición familiar perecería cuando faltase. Había enviudado sin descendencia hacía décadas. Jamás pensó en volver a casarse. La felicidad se acabó con su marcha, y él no había hecho otra cosa que resguardarse en el mundo que su pequeña guarida le brindaba. La historia volvió a repetirse. Los Ravanel acababan solos antes de tiempo.
—¿Encontró lo que busco? —El anciano no deseaba perder tiempo.
—Lamento informarle que no he localizado ningún reloj que se adapte a esas características —replicó desviando la mirada.
—¿Está usted seguro? —interrogó, apoyando las manos sobre la mesa.
—Segurísimo. Ha pasado demasiado tiempo y… —alegó cuando fue interrumpido.
—Si me permite un consejo. Tenga cuidado con ese reloj. Puede ser… peligroso —puntualizó. -
Y diciendo aquello, el viejo abandonó el taller.
A las doce en punto de la noche, Matthias aguardaba sentado con la pieza entre los dedos. El cuco volvió a soltar la cantinela, y él, leyó de nuevo, alzando la voz, la inscripción en el bisel. Las manecillas se accionaron en cuanto hubo pronunciado la leyenda.
—¡Marca la hora! —ordenó sin lograr ningún resultado.
»¡La una! —se aventuró.
Acatando la orden, el reloj ralentizó el movimiento de las agujas hasta acercarse a la hora espetada. Del interior del mecanismo, emergió una nebulosa azulada. La temperatura aumentó de un modo brusco. Los dedos notaron la quemazón.
—¡Qué demonios! —maldijo.
La densidad cubrió por completo la esfera ocultando las manecillas. En las entrañas, algo se movía. Mathhias ajustó las lentes para poder visualizar lo que tenía ante sí. En el centro de la esfera, una cruz de madera y un hombre agonizando. La imagen se difuminó veloz, apareciendo otras nuevas durante apenas unos segundos. Legiones romanas desfilando por calles empedradas. Al fondo, el Coliseo en todo su esplendor. Al instante, el fuego devoraba la ciudad arrasándolo todo. En otra, las personas aterradas corrían a refugiarse del lodo candente que sepultaba cuerpos bajo la imponente presencia de un volcán. El símbolo del pez apareció antes de desvanecerse sucumbido ante la densa nube. El reloj de cuco dio la última campanada, y la bruma desapareció.
Paralizado ante lo que acababa de presenciar, agarró con fuerza los reposabrazos. Asumir lo sucedido, tarea imposible. Medianoche, el canto del cuco, las palabras y esas visiones. Reflexionaba sin dar crédito. La cordura perdida y la mente trabajaban para encontrar una explicación que apaciguara la intensa zozobra.
La noche posterior volvió a repetir la ceremonia intentando encontrar un sentido a lo sucedido. La nebulosa celeste apareció al pronunciar la frase. En la esfera, una próspera Constantinopla con sus calles y sus gentes, un fuego abrasador devorando la mayor biblioteca jamás conocida ante la impotencia del pueblo de Alejandría y miles de fieles seguidores a Mahoma expandiendo su palabra por todos los rincones del mundo conocido. Matthias había pronunciado el siete, y el reloj había accedido a revelar los acontecimientos históricos destacados de ese siglo. Las dudas que le asaltaban se disiparon con la visión de las estampas. La esfera del reloj mostraba a demanda los acontecimientos históricos más relevantes.
Durante las siguientes semanas, Matthías descifró las habilidades del viejo reloj. Falto de sueño, pasaba por casa para aplacar el estómago y maquillar algo su aseo personal. Noches enteras encerrado en el taller aguardando la hora exacta. Un paseo por todos los siglos de la mano de la curiosidad. Consiguió precisar las visitas a años concretos ajustando los mandatos. El devenir del tiempo de la humanidad en un reloj.
Las diminutas puertas se accionaron y el pajarillo recitó la melodía. La orden transferida le reconfortó. La nebulosa, las manecillas buscando el año exacto, y la imagen que anhelaba en la esfera. Dos décadas atrás, el taller permanecía intacto como si no sufriera el devenir del tiempo. Volver a ver a su padre le revolvió sensaciones. La niebla conocida surgió de la esfera. Los labios pronunciaron unas palabras que no logró escuchar. Al cabo de unos segundos, la humareda se expandió cubriendo el rostro. El azul se tornó oscuro. Cuando la estampa quedó nítida, contempló a su progenitor en el sillón de trabajo, con la cabeza echada hacia atrás, tal y como lo había encontrado aquel domingo. La siguiente visión, él mismo entrando en el taller. Cuando todo volvió a estar en orden, la angustia lo había vencido. Temblaba. Había confirmado las peores sospechas. Ese maldito reloj era el causante.
Envalentonado, tomó el destornillador para los tornillos diminutos. Inhaló aire para insuflarse valor. Las cabeceras de los remaches cedieron a base de insistencia. Separó el bisel con delicadeza. La turbación viró a sorpresa. El mecanismo estaba vacío. Ni coronas, tronquetes, volantes o piñones. Un alarido ahogado, y el temblor patente en los dedos. Las manecillas del reloj comenzaron a moverse de nuevo. Ninguna orden se había proferido. La nebulosa azulada apareció ante él. Un silbido estridente, hizo girar la nube sobre sí misma. No veía con claridad. A su mente, la imagen de su padre y su final. Respiraba con dificultad. La visión confusa tornándose oscuridad.
Despertó aterrorizado en mitad de la noche. El sudor empapaba la cama. El pijama, arrugado, se adhería a todo el cuerpo. Aplacó la respiración intentando mantener la calma. Permaneció sentado. En la memoria, los acontecimientos se sucedían veloces. Imposible olvidar, un alivio que no fuera realidad.
Sacudió el paraguas con brío. La tormenta descargaba intensa sobre Neuchätel. Transitar por las callejuelas le costó más de lo que acostumbraba. Eso, y el agotamiento que la pesadilla le había producido. Exhausto, tomó asiento en el sillón delante de la mesa de trabajo. La jornada se le antojaba tediosa. Hubiese deseado que fuese domingo para descansar acurrucado junto al calor de la chimenea. El reloj de cuco marcó las siete y media. El recuerdo de su padre se presentó de nuevo.
Amontonados en el cajón izquierdo de la mesa de roble, aún conservaba la cartera gastada de piel marrón, los inseparables anteojos, y el reloj en el que hurgaba el día en que le sobrevino la muerte. Rebuscó hasta hallarlos, observándolos con detenimiento. Hacía tiempo que no reparaba en el antiguo reloj de bolsillo.