La semilla de una buena historia puede surgirme en cualquier instante. Desde que germina en mi cabeza, hasta conseguir plasmarla en el papel, transcurren semanas, meses, e incluso años. El embrión, poco a poco, va cogiendo forma, empieza a brotar y a echar raíces. Cuando sucede, descubro, entusiasmada, la necesidad de mimar cada palabra. En ese momento, comienzo a dar los primeros pasos de un largo y tortuoso camino. Durante el peregrinar disfruto, me apasiono, dejo volar la imaginación para inventar mundos, dar vida a personajes únicos, enredados en tramas atrayentes, con el único fin de cautivar al lector.
Pero ese entusiasmo goza de una extrema fragilidad. A menudo, la soledad me asalta, y consigue atraparme, cubriendo el viaje de la creación de nubarrones negros. Si la tormenta descarga, embarrando y desdibujando todo lo construido hasta entonces, he de armarme de valor para sentarme frente al desafío del folio en blanco. Solo con la exigencia autoimpuesta a seguir tecleando, a hilvanar frases, párrafos, páginas, consigo enderezar el rumbo para proseguir con la aventura.
Detrás de cada relato, de cada trama, estoy yo, una simple escritora de novela histórica, colmada de miedos y anhelos, con una vida, una familia, pero con la necesidad de robarle horas al día para dedicarlas a aquello que me nace de dentro.
Querido lector, sé consciente de la inmensa dedicación, vertida por cada uno de nosotros. Déjate acompañar por las vivencias de los personajes, siente, llora, sufre, pero sobre todo, diviértete, como hacemos los escritores, en la soledad más absoluta, moldeando la historia, que tienes entre tus manos.
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