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La semilla del trabajo bien hecho


Una mano conduce el agua para regar un brote de la tierra
Mano regando brote tierno

A nadie se le escapa que vivimos en una sociedad competitiva. Nos han enseñado desde pequeños a medirnos con los demás en una búsqueda constante por sobresalir, en la creencia equivocada de que el que más tiene, mejor vive y, por tanto, más feliz es. Esta premisa también resulta aplicable, como no, a la literatura. Los escritores competimos entre nosotros para hacernos un hueco en el complicado y difícil mundo editorial. Anhelamos tocar el corazón de los lectores con nuestras historias, y que estos fidelicen su relación con nosotros en futuros proyectos.


Al contrario de lo que pudiera parecer, un escritor no concluye su trabajo el día que escribe la palabra fin en el manuscrito. Ni siquiera cuando sus manos rozan por primera vez el ejemplar impreso. Si no eres un escritor de renombre con una imagen sólida de marca creada, cuyos nuevos lanzamientos prácticamente se venden solos, te queda aún mucho camino por recorrer.


Hace unos meses, en otra entrada de blog, Perdiendo el anonimato, me refería a la necesidad de trabajar intensamente las redes sociales como instrumento para obtener visibilidad. No diré que estas sean más importantes que la calidad de una obra literaria, pero me atrevo a afirmar, sin temor a equivocarme, que ambas cosas tienen una importancia similar en la actualidad. Nada más tienes que acercarte a cualquier librería para comprobar como, junto a escritores de primer nivel, puedes encontrar libros de presentadores de televisión, cantantes o personajes de lo más variopintos, pero con una estela de fama que los precede, y no precisamente por sus dotes literarias. Sin ánimo de menospreciarlos, por supuesto. Nada más lejos de mi intención. Como tampoco lo es cuestionar la facilidad de marketing y publicidad que cuentan los escritores que venden miles de ejemplares, pues estos algún día fueron noveles, y trabajaron para afamarse y hacerse con un nombre de prestigio en sus comienzos.


Como decía en esa entrada, las redes sociales son un arma poderosa, unas devoradoras brutales de contenido. Con un simple click puedes llegar a miles de personas en cualquier parte del mundo. Sin embargo, esto puede ser un arma de doble filo que hay que tener presente. En primer lugar, porque lo que subes a redes ha de ser algo de calidad, precedido de un trabajo serio que requiere esfuerzo y bastante tiempo. Y en segundo lugar, porque en tu misma situación se encuentran muchas personas con lo que la competencia es feroz. La gente con talento para escribir también desea llegar a potenciales lectores, y zarandearles los sentimientos con la intención de darse a conocer. Los escritores ansiamos acceder a ese trocito de pastel que abarca la literatura, y que los lectores conozcan nuestras historias, pues el sueño de poder continuar trabajando en tu verdadera vocación es inigualable. Pocos son los elegidos que viven de escribir, los demás nos conformamos con no desfallecer en el intento. Al menos, por ahora.


Desde hace cinco meses, mi labor constante en las redes sociales me ha hecho conseguir un número ascendente de seguidores en Instagram (98), doblarlos en Twitter (659) o aumentar el número de visitas a mi página web (2293) captando un número de lectores recurrentes, que vuelven cada vez que se publica una nueva entrada en el blog. Estos datos, quizá irrisorios si hablamos de influencers con decenas de miles de seguidores, me reconfortan y me animan a seguir, porque siempre he sido de la opinión que el trabajo bien hecho, aunque lento, al final siempre obtiene recompensa. Solo es cuestión de tiempo ver florecer la semilla que se riega con cariño día a día.



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